Una niña de 8 años camina rumbo a la escuela en el resguardo de Tacueyó, en el municipio de Toribío. Avanza con su hermana pequeña atada a la espalda y su hermano cogido de la mano. Lleva crispetas hechas por ella para vender y ganar unos pesos. Aunque es indígena Nasa, más que en la Madre Tierra, cree en Jesucristo. Su nombre mismo revela el camino de su fe: Cristina Bautista.
Pronto dejará la escuela de la vereda La Capilla porque le pedirán media libra de arroz que su familia no puede costear. Quiere seguir estudiando, conocer el mundo más allá de las montañas del Cauca, el único paisaje que conoce. Ignora que visitará otros países, que se hará profesional en Cali y que aprenderá a tejer las faldas que ella vestirá. Ignora, en su mente niña, que su rostro decorará murales en Cali, Nueva York, México y Toribío. Que luchará por las mujeres de su tierra, hablará por los indígenas en la ONU y ocupará el cargo de gobernadora de su resguardo. Y que la tarde del 29 de octubre de 2019 será asesinada, a los 42 años.
Tenía solo 12 cuando se marchó a Corinto para trabajar como lavandera de un hombre que se dedicaba a cortar caña. En ese municipio empezó a asistir a la iglesia pentecostal, donde le enseñaron a coser. Hacía vestidos y faldas para sus hermanas y su mamá. Se puso la meta de ahorrar para comprar una máquina y montar un negocio de corte y confección. Luego viajó a Cali, donde después de soportar un intento de abuso sexual, conoció a una mujer que la empleó en servicio doméstico y la matriculó en el colegio Santa Librada, que le otorgó el título de bachiller. Sus padres estaban tan orgullosos, que por primera vez se aventuraron a viajar a Cali. Hasta entonces no conocían ninguna ciudad: los semáforos, las avenidas, el ruido.
“Ella era muy perseverante. Tenía en la cabeza que quería ser profesional, sin importar lo que tuviera que esforzarse”, cuenta Yoly Chantre, su gran amiga y compañera en la lucha por las mujeres del Cauca. Cristina estudiaba trabajo social en la Universidad del Valle y atendía un carrito ambulante de venta de cholados junto a las canchas panamericanas. Un día la Secretaría de Salud le quitó el puesto y se quedó en el aire. Sin dinero, Cristina empezó a pasar hambre. Entre semana solo comía el almuerzo que le daban gratis en la universidad, y los fines de semana soportaba un hambre tan honda, que el pelo se le caía y su mente desvariaba.