La primera persona que atendió fue a una mujer que junto con sus dos hijas huía de su esposo desde Apartadó (Antioquia). Yeimis no olvida que una de las niñas señaló las rejas que circundan la casa y le dijo a su mamá: “Aquí mi papá no puede llegar a pegarte”. Poco a poco, enviadas desde la Comisaría de Familia, empezaron a llegar cada vez más personas de las veredas. La mayoría, advirtió Yeimis, eran mujeres víctimas de maltrato intrafamiliar. “Para muchas de ellas el hogar no es un sitio seguro”, dijo.
Varios datos, algunos revelados durante la pandemia, le dan la razón. En 2019, según Medicina Legal, 3.800 hombres fueron víctimas de violencia de pareja, frente a 22.800 mujeres. Este año, al 13 de octubre del 2020, se registran 11.700 mujeres víctimas: una cifra once veces mayor que la de los hombres. En cuanto a violencia sexual, en el mismo periodo, los números son de 1.193 hombres y 6.441 mujeres.
En las zonas rurales, la violencia contra la mujer muestra un panorama especialmente preocupante. De acuerdo con Valeria Silva, investigadora de la organización Sisma Mujer, hay varios obstáculos estructurales para que quienes viven lejos de los cascos urbanos accedan a la justicia. Uno es el machismo. “Las violencias se vuelven historias cotidianas: es normal que el esposo sea celoso, que agreda a la mujer si ella no lo atiende como quiere”, dice Valeria.
Este año, el Dane publicó el informe Mujeres Rurales en Colombia que da cuenta de lo afirmado por la investigadora. Una de las conclusiones es que los estereotipos de género prevalecen en la ruralidad. A la pregunta de si “el deber de un hombre es ganar dinero y el de la mujer es cuidar del hogar y la familia”, el 34,2% de los hombres rurales respondieron “muy de acuerdo”, y el 24,4 por ciento “muy en desacuerdo”.
A estas dinámicas anacrónicas se suma la inequidad laboral. Este mes, la Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer (CEPM) presentó un informe que muestra que la balanza en términos de trabajo no las favorece. En el campo, el 27,5 por ciento no cuenta con ingresos propios frente al 10 por ciento de los hombres. Mientras tanto, a nivel nacional, la tasa de ocupación para las mujeres es del 46 por ciento, en tanto que la de los hombres llega al 68 por ciento.
En su fundación, Yeimis ha sido testigo de cuán difícil es para una mujer denunciar y hacer valer su autonomía. Los casos más comunes que atiende son de violencia sexual, en especial en jóvenes menores de 14 años. “En nuestra región -dice- mucha gente piensa que es normal que nos maltraten. Las mujeres llegan a la comisaría, a la fiscalía, con una cantidad de miedos y frases en su pensamiento como ‘usted se lo buscó’, ‘por qué lo hace poner bravo’, ‘eso no es tan grave’. Prefieren callar porque se sienten juzgadas incluso antes de ser escuchadas”.
En 2019, la Corte Constitucional emitió un fallo en el que determinó que el Estado puede incurrir en violencia institucional cuando omite o es ineficiente en la atención de las denuncias de las mujeres. Según Valeria, “muchas son juzgadas por los servidores bajo estereotipos de género, como no creer en el relato de la víctima o con frases como ‘¿y usted va a meter a la cárcel al papá de sus hijos?”.
Desde su fundación, Yeimis y su equipo trabajan para contrarrestar los mil y un obstáculos que afrontan las mujeres de Tierralta, un municipio que desde los años ochenta ha vivido en medio del conflicto armado. Yeimis viaja por caminos accidentados en moto, en planchón y a pie para llegar a veredas distantes, donde viven mujeres que desconocen sus derechos. “En los lugares alejados se encuentran los problemas más graves: niñas de 12 años embarazadas de sus padrastros, jóvenes menores de 14 años casadas con abusadores. Cosas inimaginables”.
En Abrigando Sueños se les da representación jurídica a las mujeres víctimas de abusos. En cinco años de trabajo, han ganado decenas de casos y empoderado a las mujeres por medio de jornadas de capacitación. “Nos hemos convertido en un puente entre ellas y la institucionalidad”, cuenta Yeimis.
Precisamente la falta de oferta institucional y presencia del Estado es uno de los problemas más graves. En muchos municipios no hay fiscalía, medicina legal ni comisaría de familia. “Es un escenario perverso, en el que el Estado hace presencia militar pero no tiene una representación civil. Un municipio como Tumaco no cuenta con una sede de Medicina Legal. Las mujeres son remitidas a Pasto y muchas veces les dan una cita para valoración en seis meses ”, afirma Valeria.
La ausencia de Estado es el caldo de cultivo para muchas injusticias. Las mujeres que viven lejos de los centros urbanos pagan costosos viajes para poner una denuncia en la comisaría de familia o la fiscalía. Al llegar, muchas veces encuentran las oficinas cerradas. Es común que renuncien a seguir con sus procesos, pues el círculo de la burocracia supone un esfuerzo difícil de sortear.
Durante once años, desde que en 2008 se expidió la ley 1257, las EPS tenían el deber de cubrir el transporte, alojamiento y alimentación de las mujeres víctimas de violencia. Sin embargo, el lobby político impidió que esta obligación se cumpliera. Desde el año pasado, el Ministerio de Salud tiene rubros para traspasar a las entidades territoriales cuando se presenta un caso de violencia contra la mujer, pero el primer requisito es contar con casas refugio, un servicio que solo se presta en municipios de primera categoría.
Lo que comenzó como una idea en medio del cegador dolor de una migraña se convirtió en una realidad. La casa refugio que Yeimis y 18 personas más fundaron hace cinco años es hoy un referente. “Mi mayor gratificación es ver a las mujeres empoderadas. Hace un tiempo, una de ellas denunció a su marido y me decía que todos la señalaban: su familia, sus vecinos, el pastor de la iglesia. Hoy, con nuestro apoyo, camina con la frente en alto, porque conoce sus derechos y no se siente inferior a nadie”.
Lo hizo desde pequeña. Su abuela Serafina Ibargüen le ayudó a reconstruir las memorias de infancia. En ese entonces, Johana era Yovany, un bebé sietemesino que dormía en cajitas repletas de tomates para recibir calor. Hoy, “Johana Maturana es una lideresa negra y trans. Hace parte de la población diversa”, dice. Nació en Quibdó, Chocó. A los cinco años reconoció su orientación sexual; a los once, viajó a Medellín para estudiar, y a los diecinueve, inició su lucha como mujer trans. Fueron años de descubrimiento. Luego, en 2011, se sometió a un tratamiento hormonal y a la cirugía de cambio de sexo. Estaba lista para regresar a Quibdó.
Tres años después, volvió y tuvo que enfrentar la discriminación. Una EPS se negó a prestarle un servicio de salud indispensable para su vida. Le vulneraron sus derechos. Según el informe Es Ahora, un ejercicio de Caribe Afirmativo y Colombia Diversa, las personas LGBT e integrantes de comunidades étnicas presentan más dificultades para satisfacer sus derechos, en especial el del acceso a la salud, la vivienda y el empleo. Johana fue una de ellas. Su caso la motivó a iniciar un proceso para mitigar la discriminación y evitar que otro ciudadano viviera lo mismo que ella. En el 2014, creó la Fundación Johana Maturana, un espacio que visibiliza a la población LGBT en Chocó, reivindica sus derechos y acompaña a las personas con VIH. Un año después dio otro gran paso: se presentó a la Registraduría y recibió su nueva cédula: era la primera mujer trans del Chocó. “Abrí las puertas. Ya no estoy sola”, recuerda.
Johana cuenta que tiene tres mamás: su abuela ‘Sera’, como la llama con cariño; su madre biológica Serafina y su tía Norma. Las tres le heredaron el liderazgo y la berraquera que la caracteriza. Les aprendió que debía tomar sus propias decisiones y defender sus derechos. Por eso cree que la justicia y el respeto son las bases para construir paz e igualdad. “El término justicia es hermoso, pero se complica cuando hay que cumplirlo ―dice―. Necesitamos una justicia con equidad, sin discriminación ni prejuicios”. Desde el inicio de su Fundación, Johana y sus colegas trabajan para garantizar el acceso a la justicia con enfoque de género, pues así aseguran servicios de calidad dirigidos a la población LGBT.
Una de sus apuestas es la capacitación de funcionarios y actores de la justicia local. Con el paso de los años, y el apoyo del Programa de Justicia para una Paz Sostenible (JSP) de USAID, han fortalecido esta línea. Johana trabaja con el inspector de policía, el personero o el comisario de familia para enseñarles acerca del género, la inclusión y la diversidad. También procura unir esfuerzos con instituciones como la Fiscalía, la Defensoría del Pueblo y el ICBF, así verifica que dichas entidades cumplan con sus labores y hagan presencia en los territorios.
Con ello, quiere dejar capacidad instalada para que, en sus palabras, “la población se apropie y tome los roles”. Esto ayudaría a disminuir el índice de necesidades jurídicas insatisfechas de la región Pacífica, que alcanza el 64%, y a complementar la oferta judicial. Por ejemplo, según cifras del JSP, Istmina es el único municipio con Medicina Legal, mientras que Bajo Baudó, Bojayá, Nóvita y Medio San Juan cuentan con un juzgado, pero no tienen ni Fiscalía ni Policía Judicial ni Medicina Legal. En medio de ese panorama, es de rescatar que todos los municipios de las subregiones de San Juan, Baudó y Atrato tienen por lo menos una Junta de Acción Comunal y conciliadores o mediadores dispuestos a escuchar a la comunidad.
Johana recuerda una de sus mejores experiencias: el trabajo con los Comités Locales de Justicia de Carmen de Atrato, Riosucio, Unguía y Bojayá. “Ahí empezamos a hacer la tarea, a cambiar los estereotipos y los prejuicios”, recuerda. Cuenta que una de las primeras barreras suele ser la atención diferencial. A veces, los funcionarios no saben cómo atender a una persona LGBT o incurren en la revictimización. No obstante, Johana reconoce que hay empleados comprometidos que desean aprender y capacitar a otros colegas. Muchos preguntaron qué hacer ante una situación así y Johana les contaba que debían revisar sus gestos, tener una buena actitud, iniciar una conversación amena y preguntar: ¿cómo quieres que te llame?”. “Esto nos enseña que podemos construir un departamento donde respetemos las diferencias ―dice―. Cuando estamos en una academia nos forman para el servicio, no para el señalamiento ni los prejuicios”.
Johana también ha visitado Lloró, Tadó, Istmina, Cértegui y Pizarro. Lo suyo es salir de la oficina y conocer esas historias escondidas entre las selvas y los ríos chocoanos. Su mayor recompensa y motivación es el agradecimiento de la comunidad. Le ha ido muy bien, se siente halagada al ver la acogida que tiene su Fundación. Ha llegado a esos lugares recónditos a los que es difícil acceder, ya sea por el conflicto armado, las distancias o los altos costos. Sin embargo, su mayor reto fue en la ciudad, en su mismo lugar de nacimiento, pero demostró que es una mujer fuerte y que los comentarios, más que debilitarla, le daban más argumentos para seguir luchando.
Así como sus tres madres le heredaron el carácter y el liderazgo, Johana quiere dejarle un legado a los chocoanos. Eligió el conocimiento porque cree que la educación es la mejor herramienta para combatir el machismo estructural, el lenguaje sexista, la discriminación y la transfobia. “Todavía hay una concepción de que el hombre es hombre y la mujer es mujer, pero no ven la diversidad”, dice. Este desconocimiento también se evidencia en la recopilación de datos. Hasta este año, el Dane obtuvo y usó cifras sobre orientación sexual e identidad de género en Colombia, y las publicó en la Encuesta Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas (ENCSPA). De acuerdo con el documento, el 0,05% de los encuestados son personas trans.
Otro problema es la estigmatización. Para muchos, ha sido fácil asociar a la población LGBT con labores como la peluquería, las fiestas de San Pacho o el trabajo sexual. No reconocen el esfuerzo de organizaciones, como la de Johana, que trabajan a favor de la inclusión y la diversidad. “Yo no necesito que me quieran. Necesito que me respeten”, dice Johana. Ella reconoce las diferencias y las brechas que hay dentro del departamento, pero asegura que la mejor respuesta es la unidad. Tiene una idea propia: no le gusta hablar de siglas o comunidades sino de población. Explica: las comunidades son lesbianas, gais, bisexuales y trans, pero todos hacen parte de la población diversa, la LGBT. Para ella, cada letra divide e, incluso, fomenta esa diferenciación que tanto quiere erradicar. “Debemos afianzar esta hermandad para fortalecer nuestras luchas y nuestra resistencia, para defender nuestros derechos y los de los demás”.
Además de dirigir su Fundación, Johana divide el tiempo entre sus otras pasiones, como la música, las telenovelas o la lectura. Asimismo tiene un espacio para la academia. Johana va en quinto semestre de Administración Pública y, apenas termine, quiere estudiar Psicología. Cree que el pregrado es un gran complemento para su labor social. También quiere cursar una especialización en Derechos Humanos y otra en Salud Pública, dos disciplinas que reafirman su deseo más grande: ayudar a los demás.
“Creo que en estos seis años de recorrido hemos logrado el amor y el cariño de los chocoanos, de los colombianos”, cuenta. Johana cree que su mejor logro es el reconocimiento. Hoy muchos ciudadanos la identifican y saben que la Fundación es un espacio para construir paz y comunidad. Aparte de la alianza con el JSP, la Fundación es integrante de la Mesa Territorial de Garantías Chocó y la Mesa “Mujer, paz y seguridad”. Por otra parte, ONU Mujeres y Naciones Unidas han distinguido sus labores, ya que Johana siempre conversa con sinceridad y confianza. Parte de su experiencia como mujer negra, trans y VIH+ para contar su caso y demostrar que el compromiso es de todos. Es un “construir y echar semilla para ir avanzando”, como lo llama.
En ella germina la semilla que años atrás sembraron sus tres mamás. Está llena de liderazgo, fortaleza y espiritualidad. Ya se asoman algunos pétalos, pero Johana la sigue regando para que crezca más. Mira hacia atrás y le agradece a Dios. “Uno tiene que orar y subsanar cosas para que no afecten la salud mental ni la vida”, dice Johana. Cuenta que es el motor de su vida y que sin su compañía, no estaría viva. Recuerda esos momentos en los que un gesto o una palabra fueron símbolo de discriminación. Los conjuga en pasado y presente, pero no quiere hacerlo en futuro. “Podemos soñar y construir una sociedad justa para las mujeres chocoanas ―dice―. Somos cuatro etnias: indígenas, afro, mestizas y diversas.
Luego de contar sus logros y experiencias, sonríe. Se emociona, pues el trabajo la llevará de vuelta a su lugar favorito: el río. Le gusta sumergir sus pies, bañarse y conversar con él. Para ella, “es un diálogo tripartito entre Dios, el río y Johana Maturana”. Aprovechará y dejará esas malas energías que pueden hacerla flaquear. Volverá a decorar su rostro con esa enorme sonrisa que le encanta lucir y saldrá del río con más fuerza que antes. Sabe que le esperan otros desafíos y témpanos por romper.
Fue en 1995. En ese entonces, el pueblo era más pequeño y, si alguien necesitaba comprar alimentos o insumos para el hogar, debía ir hasta la cabecera municipal. Carlos, o ‘Sobrino’, como también era conocido, compró una moto para cargar las cosas y ahorrar un poco de tiempo. En sus trayectos entre Santa Ana y Puerto Asís se topó con varias personas que lo reconocieron o lo saludaron a la distancia. Ese fue su único error. El 23 de marzo de ese año lo acusaron de notificar un cargamento de cocaína y lo asesinaron. Dos meses después, un hombre visitó a Doris y le admitió que habían confundido a Carlos con el delator. “Lo sentimos. Su esposo era inocente, pero ya acabamos con el ‘sapo’”. Doris se quedó muda. No sabía cómo seguir con su vida, ni qué hacer con sus dos hijos y su negocio familiar. Lo único que hizo fue perdonar.
Doris llegó a Puerto Asís cuando tenía cuatro años y hoy no concibe respirar otro aire diferente al de Putumayo. Vive en Santa Ana y es dueña de un hotel y un restaurante. Luego del asesinato de Carlos, buscó un refugio ante el dolor y la muerte. “No sabía para dónde agarrar ―recuerda―. Me metí en la parroquia y fue una luz de esperanza para mí”. Con el paso de los años, se convirtió en una funcionaria reconocida que apoya la evangelización. Más allá de las oraciones y la fe, Doris encontró una vía para continuar con el sueño de su esposo y, de paso, impartir paz y justicia: le apostó a la conciliación en equidad.
Inició en el 2004. Ese año, funcionarios del Ministerio de Justicia y del Interior llegaron a Santa Ana para ofrecer un curso en conciliación. Dialogaron con los empleados de las juntas de acción comunal y la Iglesia de Cristo Rey, la parroquia local. El cura de ese entonces, Aníbal Olaya, le comentó la idea a Doris y la convenció. Le dijo que la conciliación también era una manera de ayudar a la comunidad. Ella aceptó y estudió durante dos largos años, ya que las capacitaciones con la Universidad de la Amazonía eran cada seis meses. En el 2006 obtuvo su diploma y se convirtió en conciliadora en equidad.
“Fue muy satisfactorio porque hay muchos conflictos ―cuenta Doris―. Por ejemplo, que alguien se pasó del cerco o hizo un daño, que el ganado invadió un lindero, que el vecino cortó una mata de plátano o de yuca que atraviesa otro predio… Son bastantes”. Con orgullo, asegura que la mayoría de esos problemas se solucionaron con una buena conversación, las actas de palabra y un almuerzo comunitario.
A pesar de ser conciliadora, Doris no abandonó sus labores en la parroquia. Ha trabajado sin parar e incluso aplica las lecciones que aprendió en ese primer curso. Es aliada del cura del pueblo y, junto a él, atiende los disgustos de la comunidad. También colabora en el Batallón de Artillería ubicado en el corregimiento y soluciona los inconvenientes entre los soldados o sus superiores.
Doris no tiene agenda u horario de atención. A veces llega a una vereda y las personas se acercan y le comentan qué tipo de conflicto quieren solucionar. Con la ayuda del párroco, encuentran alternativas y fomentan una terapia basada en el perdón y la reconciliación. Pero no siempre es fácil. Muchos residentes de Santa Ana suponen que las soluciones son asunto de un actor gubernamental y en ocasiones rechazan la ayuda de los conciliadores o ni siquiera saben en qué consiste su labor.
En julio de este año, Corpovisionarios publicó la Encuesta de Acceso a la Justicia para analizar la percepción de los habitantes de 12 municipios del país. Puerto Asís fue uno de ellos y solo el 22,4% de los encuestados dijo conocer los Métodos Autocompositivos para Solucionar los Conflictos y el 31,5% de las personas afirmó haber escuchado sobre la conciliación en equidad.
“Les explicamos a los campesinos que la conciliación está ahí, que existe y pueden acceder a ella sin necesidad de recurrir a un juzgado o pagar un abogado”, comenta Doris. Al igual que otros operadores de justicia local, Doris trabaja con Culturama, una ONG que trabaja con el Programa de Justicia para una Paz Sostenible de USAID para realizar jornadas pedagógicas a conciliadores y mediadores. Con cuaderno en mano, Doris asistió a un par de ellas.
A veces, los conflictos suelen ser más sensibles o requieren un tratamiento más especializado. Culturama acompaña y controla el proceso a través de un grupo de WhatsApp que atiende cualquier duda de los conciliadores. Allí, Doris comenta sus casos o aprovecha para preguntar cualquier inquietud. En otras ocasiones, toma las cartillas y sus libretas de apuntes para recordar esas enseñanzas difusas que necesitan de un repaso. O si el asunto lo requiere, llama a Mario Córdoba, un abogado adscrito a la ONG que también asesora a los conciliadores.
Ni la pandemia detuvo sus labores. Durante la cuarentena solucionó dos de los casos más delicados que ha trabajado. Uno ocurrió en su propio hotel, con una mujer que abandonó a su hijo y llamó al padre para que fuera por él. El otro fue un contagio masivo de covid-19 causado por la llegada de unos transportadores a la estación local de bombeo de crudo y a una de las veredas del corregimiento. En ambos casos, las entidades legales, como casas de familia o notarías, estaban cerradas por la cuarentena nacional. Entonces, Doris conversó con Mario, resolvió algunas dudas específicas y fijó acuerdos que le otorgaron la custodia al padre y establecieron límites para la circulación de los transportadores en el corregimiento.
“Estoy muy contenta con lo que hago. Estamos para ayudarnos y servirnos, y por eso estoy dispuesta para cuando me necesiten ―dice Doris, que intenta calcular en qué momento se dedica a las labores del hogar, del hotel y del restaurante―. Creo que cuando uno hace las cosas desde el corazón, el tiempo alcanza”. De sus otros trabajos, Doris obtiene el presupuesto necesario para viajar y ayudar en las 17 veredas del corregimiento. Si debe recorrer largas distancias, pide un aventón a alguno de sus colegas.
Doris quisiera ampliar sus fronteras laborales y exaltar la labor de la conciliación, pero se enfrenta a la indiferencia del gobierno local. Antes tenían un espacio en la Casa de Justicia de Puerto Asís. Allí atendían los casos de los ciudadanos y redactaba las actas de conciliación, que son acuerdos con efectos jurídicos. Pero hubo un cambio de dirección y tanto Doris como sus compañeros quedaron relegados. Incluso perdieron equipos de trabajo como los computadores y archivos. En repetidas ocasiones han intentado recuperar el lugar con la ayuda de la Secretaría de Gobierno, pero la petición quedó en “veremos” por la pandemia y en un reiterado “cualquier cosa nosotros la llamamos”.
Muchos de los funcionarios de la administración municipal desconocen las ventajas y las garantías de los métodos autocompositivos, por lo que ignoran cualquier petición relacionada con el tema. Hay momentos en los que son más las puertas cerradas que las que están abiertas, pero Doris repite que la mejor respuesta es la escucha y, sobre todo, ir enseñándoles a los funcionarios que la conciliación es un beneficio colectivo. “Es importante que las personas entiendan que la justicia comunitaria descongestiona las instituciones y evita los procesos demorados y costosos”, explica.
Doris cree que con el fin de la etapa más crítica de la pandemia, le prestarán la atención suficiente para construir un Punto de Atención de Conciliación en Equidad (PACE) en el municipio. No descarta que muchas de las personas que hoy escuchan con incredulidad, puedan convertirse en un gran apoyo para la oferta judicial local.
“Es muy bonito compartirle a la gente la gratuidad, la objetividad y la imparcialidad de la conciliación. Son muchos valores que están perdidos”, cuenta Doris. Con cierta complicidad, recuerda esos vecinos que antes eran enemigos y hoy se estrechan las manos, o esos nuevos compañeros de juego que surgieron después de solucionar un problema.
Desde los años 90, Doris ha superado situaciones que parecían imposibles de sanar, pero quiere afrontar más retos con tal de honrar los anhelos de su esposo y construir un Santa Ana en armonía. Vuelve a su hotel y atraviesa el barrio 20 de marzo, ese que desde el nombre le recuerda el día en que Carlos empezó a dividir los terrenos y a cumplir sus ilusiones. Casi 30 años después, ella continúa con su sueño. A pesar de la indiferencia y el desconocimiento de muchos, siente alivio, pues ha transformado los conflictos en oportunidades y el rencor, en perdón.
No es fácil ser líder social en el Cauca, desde hace varias décadas una de las regiones más golpeadas por la violencia en Colombia. Se calcula que más de 400 mil personas han sufrido desplazamiento forzado por cuenta del conflicto en el que han intervenido varios grupos armados, como las AUC, las Farc, el Eln y el Clan del Golfo. La peor época fue entre los años 2000 y 2003, cuando los paramilitares del Bloque Calima mandaban en la zona. Sandra recuerda que traían camionetas cargadas de personas para luego fusilarlas en el puente. Los cuerpos eran arrojados al río, que los arrastraba entre aguas oscuras, borrando su rastro en la corriente.
Después de algunos años de calma, la violencia ha vuelto al Cauca. Este año han asesinado a 90 líderes sociales en la región, y desde el 2016, de acuerdo con datos de la Policía Nacional, el número de asesinatos sobrepasa los 3.200. A pesar de vivir en una región donde los líderes deben tener los ojos en la espalda, Sandra decidió regresar a su municipio luego de ser amenazada por atreverse a investigar sobre la minería ilegal, un negocio millonario que envenena los ríos y compra conciencias. “Aquí vivimos rodeados de panfletos y amenazas, pero me puede más el amor por esta tierra y el empeño que tenemos muchos en construir un territorio de paz”, dice Sandra.
Desde muy joven, esta caucana sintió ganas de ayudar a su comunidad. Solía hablar con los mayores como quien charla con un amigo del colegio: “Me encantaba escuchar a los ‘sabedores’, pues siempre pensaban en el bienestar de la comunidad, en lo que hacía falta para fortalecerla y vivir unidos y mejor”. Cuando aún estaba en el colegio, se sumó a la red de jóvenes multiplicadores de Profamilia, que promueve los derechos sexuales y reproductivos en distintas regiones del país. Pronto, se hizo notar por su liderazgo y fue escogida para viajar a Estados Unidos. Estuvo dos semanas en Nueva Jersey y Nueva York capacitándose en el manejo de la homofobia.
Soñaba con convertirse en doctora, pero el dinero no alcanzaba. Por eso decidió matricularse en una carrera técnica como enfermera de urgencias. “Yo pensaba en esa gente de los corregimientos lejanos que no tienen cómo acceder a una inyección, a una curación por alguna quemadura —cuenta Sandra—. En esas personas que no tienen quién las atienda”.
No ejerce la enfermería y no cree en los diplomas y cartones. “Tengo una cantidad, pero no sirven de nada. No he podido deshacerme de ellos”, cuenta con una risa contagiosa. Su pasión por ayudar a la comunidad, en cambio, no ha dejado de crecer con los años. Como coordinadora de la Corporación Mujer, Niñez y Juventud Nortecaucana, Sandra y sus compañeros capacitan y apoyan a mujeres en rutas de acceso a la justicia, mecanismos jurídicos y mecanismos de resolución de conflictos con énfasis en mediación y conciliación.
A Sandra la experiencia le ha enseñado que las mujeres tienen muchos obstáculos para denunciar y acceder a la justicia. En zonas rurales la oferta es mínima, los recorridos son largos y costosos y el machismo predomina. Por eso, desde la corporación empoderan a las mujeres y las asesoran para que conozcan sus derechos y sean autónomas. “A muchos jueces que no hacen bien su trabajo hay que demostrarles que ellos son el nudo mal hecho en una corbata”, dice Sandra.
Le preocupan los feminicidios y las agresiones contra las mujeres, que durante la pandemia han aumentado. Según el Observatorio Feminicidios Colombia, en los primeros 10 meses del año se presentaron 50 homicidios de este tipo. En especial las mujeres en zonas rurales viven una realidad muy difícil. Un informe de Medicina legal indica que, entre el 25 de marzo y el 13 de octubre, 121 mujeres fueron asesinadas en zonas rurales. En el mismo periodo, 892 mujeres sufrieron de violencia sexual en comparación a 154 hombres, y 858 fueron víctimas de violencia de pareja: un número 8 veces mayor que el de los hombres. Según Sandra, “mucha gente ha normalizado la violencia contra la mujer porque vivimos de acontecimiento en acontecimiento y no pasa nada. Una mujer es asesinada y se hace una bulla de tres días que se apaga muy rápido”.
Pensando en las mujeres de su región, sin importar las distancias y la zozobra impuesta por el miedo, Sandra y su equipo viajan a los municipios que cubre la corporación: Santander de Quilichao, Caloto, Corinto, Miranda, Jambaló, Caldono, Toribío y Buenos Aires. En varios lugares hay mujeres que se convirtieron en líderes de sus comunidades y que imparten justicia por medio del diálogo y la mediación. “Ellas tienen más paciencia que los hombres —cuenta Sandra—. Son las que están todo el tiempo en las comunidades, donde no llega la institucionalidad. Muchas se han convertido en la voz de su pueblo en las Juntas de Acción Comunal”.
Son esas mujeres las que cuidan a Sandra en los lugares más peligrosos. Le avisan que ya es hora de marcharse, la acompañan a tomar el bus, la escoltan todo el tiempo para que nada le ocurra. Sandra les retribuye su cariño con el mejor regalo: la atención. En su agenda tiene reservada una hora para llamarlas y escuchar sus problemas y preocupaciones.
Cuando se le pregunta qué hace en sus tiempos libres, Sandra responde de inmediato: “A mí no me queda tiempo ni para comerme un sancocho: soy líder, atiendo mi negocio y soy mamá. Lo que no se me pasa es ir al cementerio todos los días 30, cuando se cumple el aniversario de muerte de mi mamá-abuela”.
Son muchas las razones por las cuales Sandra sigue adelante. La más fuerte es el vínculo afectivo con las mujeres. Ellas le han dado la energía para construir con un equipo de unos 40 colaboradores una corporación que se ha convertido en un faro para quienes se sienten indefensos. Sandra no quiere enumerar y describir los logros individuales sino los colectivos. Inspirada, apenas marcando cortas pausas, dice: “A mí me llena de orgullo que nosotras podamos hacer un documento que se lleve a una política pública. Hemos logrado que nuestras propuestas para los comités locales de justicia se incluyan en los planes de desarrollo de los ocho municipios en que hacemos incidencia. Cuando alcanzamos esos logros, no es nuestra voz la que se escucha, sino la de ellas, la de esas mujeres que esperan ser escuchadas y nada me llena más el corazón”.